¿Qué se te viene a la cabeza cuando piensas en Irlanda? Seguramente muchos coincidamos en lo verde, en la cerveza y algunos tópicos como la lluvia, las ovejas, los acantilados…
Pero, aunque lo verde está, Irlanda no sólo ofrece ese un único color: ofrece tantas tonalidades de verde, que te atrapa. En Irlanda hay cerveza, de muchos tipos, sobresaliendo la suya, la Guinness, pero es que el ritual de tomártela en un pub (no el pub irlandés que conocemos aquí), en un auténtico bar irlandés, ya sea en el Temple Bar de Dublín o en un pueblo recóndito y perdido, escuchando música, su música, siempre en directo, es otro nivel, es otra forma de parar la mente, desconectar del mundo y sumergirte en un mundo paralelo donde no hay tiempo (y si lo hay es de hace siglos), ni prisas ni preocupaciones.
Pero eso, es lo típico. Luego están sus paisajes, sus acantilados, sus vacas pastando plácidamente (aunque llueva y llueva) mirándote cuando pasas en coche, sus tradiciones que puedes respirar en cada pueblo o ciudad por la que pasas, su rica leche y mantequilla, su historia (ni te imaginas lo que esconde cada rincón al que te asomes).
Y luego están sus gentes. El irlandés es majo y muy hospitalario. Te ayuda siempre que lo necesitas. Te sonríe. Y sabe disfrutar en sus pubs (como a todos, siempre está el que lleva unas cervezas de más).
Recorrer las calles empedradas Dublín es otro viaje dentro del viaje: entre música callejera, librerías históricas, la grandiosa arquitectura georgiana o el Trinity College (obviamente pasamos por debajo de su arco), la ciudad respira cultura y vida. Y qué decir si tienes la oportunidad de ver un partido de rugby, un deporte que aquí se siente casi como una religión, igual que el hurling, ese deporte tradicional tan vibrante y rápido que te deja con la boca abierta si tienes la suerte de verlo en directo.
Si viajas hacia el norte, la otra Irlanda, no puedes perderte Belfast, una ciudad que ha resurgido con fuerza y que combina modernidad, arte urbano y un peso histórico brutal visto a la velocidad de un black taxi. Desde allí es fácil lanzarse a la costa de Antrim para descubrir la impresionante Calzada del Gigante, un lugar que parece de otro planeta, con sus columnas de basalto perfectas, formadas hace millones de años por la furia de la naturaleza… o, como dice la leyenda, por los pasos de un gigante.
De vuelta a la república, en el oeste, los Acantilados de Moher te roban el aliento: imponentes, infinitos, desafiando al océano Atlántico, mientras el viento te despeina y el sonido de las olas te recuerda lo pequeña que es tu existencia. Y si sigues tu ruta, el encantador pueblo de Ennis te espera, lleno de color, música tradicional y esa hospitalidad tan irlandesa que hace que siempre quieras volver, más si cabe si tienes la suerte de toparte con una jam session con los vecinos del lugar tocando, cantando y bailando sin importar edades.
Para nosotros, visitar Irlanda es obligatorio y, dependiendo del tipo de escapada, ya puedes elegir una zona u otra, un tipo de viaje u otro, unos monumentos u otros, pero siempre acertarás escapándote allí.