Él fue, como muchos artistas, un revolucionario de su época. Sólo los grandes hacen historia y, en su caso, lo hizo para considerarse el padre de la escultura moderna.
Fue un rebelde por trabajar en yeso, ya que el mármol lo consideraba elitista; nunca fue esclavo de los modelos y era normal ver en su estudio a personas desnudas deambular por él; adoraba el caos, «su caos»; y no concebía una obra sino era desde el punto de la improvisación, tanto que lo criticaron por «no terminar sus obras».
Él era Auguste Rodin (Francia, 1840–1917) y en la historia del arte ha dejado piezas simbólicas como ‘El pensador’, ‘El beso’ o ‘La puerta del infierno’.
Rodin no era un escultor cualquiera. Era un dibujante de emociones, de sensaciones. Lo importante no es la escultura, es el sentimiento contenido que trasmite con lo que parece una improvisación sobre una piedra.
En su «beso» no hay un beso, hay amor. En su «catedral» no hay dos manos entrelazadas, hay una unión que va más allá de los tiempos, una complicidad y una incondicionalidad que no termina nunca. En sus «burgueses» hay más que un grupo de personas, hay una crítica social, una protesta antes las clases sociales que no entiende de fronteras ni de países y que va más allá de Calais.
Cada pieza es un sentimiento que penetra en el observador y que le eriza la piel. Es una reflexión sobre la vida, sobre lo que sentimos y que hace asociar un momento de la vida a lo que estás viendo.
Rodin se inspiró en artistas como Donatello o Miguel Ángel, pero tenía un espíritu audaz basado en la experimentación y en el que destaca una radical innovación.
Desde NORDUR, siempre recomendamos visitar el Museo Rodin de París, que el propio artista promovió al donar sus obras y las que había coleccionado a lo largo de su vida para que fueran expuestas en el Hotel Biron, en el que residía desde 1908. Ver sus obras de cerca (unas 6.500 piezas) y pasear por el edificio y sus impresionantes jardines provocan una sensación que va más allá de la historia, del arte y del propio Rodin.